Nasredín fue un día a tocar a la puerta de su vieja vecina Fátima:
- ¡Hermana mía! ¿Puedes prestarme una de tus ollas?
La necesito para hacer mi comida.
-Por su puesto –le contesto ella-; voy a traértela.
La vecina regreso con una olla de tamaño mediano y
se la dio a Nasredín.
Al día siguiente, Nasredín coloco una ollita dentro
de la primera y toco a la puerta de su vecina.
-Muchas gracias hermana mía. Aquí está tu olla, me fue muy útil.
-Pero, Nasredín, ¡esta chiquita no es mía!
- ¡Claro que sí! En la noche, tu olla dio a luz a
una chiquita. Es su hija, entonces por derecho te pertenece.
La vecina se burlo de la credulidad de Nasredín,
pero se puso contenta con salir ganando una ollita.
Tres días después, Nasredín Hocha volvió a tocar la
puerta de su vecina.
-Hermanita, ¿puedes prestarme otra vez una de tus
ollas?
-Con gusto –le respondió-. Te voy a prestar la más
grande y la más hermosa.
La vecina, en sus adentros, esperaba obtener otra
bonita olla.
Nasredín tomo la enorme olla, le dio las gracias su vecina y regreso a su casa.
Pasaron dos días, luego cuatro, luego siete, sin
tener noticia de Nasredín. La vecina comenzó a preocuparse seriamente hasta que
acabó por tocar la puerta de su vecino.
-Hermanito –le dijo-, se te olvidó devolverme mi
olla.
-No se me olvido, pero no sabía cómo anunciarte la
mala noticia. En realidad, mientras estaba dando a luz, tu hermosa olla murió en
la noche, en medio de espantosos sufrimientos.
-¿No te estarás burlando de mí, Nasredín? –le dijo-.
¿Dónde se ha oído hablar de ollas que se mueren?
-Desgraciadamente, vecina, en la vida, todos
aquellos que paren, un día mueren. Si aceptaste que tu primera olla diera a
luz, ahora habrá que admitir que la segunda murió.
Y el Hocha se quedo con la olla grande.