Una noche que Nasredín volvía de su trabajo en el
campo con la ropa sucia y enlodada, oyó cantar y reír, y comprendió que había una
fiesta en los alrededores.
Ahora bien, entre nosotros, cuando hay una fiesta,
todo el mundo puede participar en ella.
Entonces, Nasredín empujó la puerta de la casa y sonrió
de felicidad: un rico olor a cuscús (comida árabe, preparada al hervir granos
de sémola de trigo con miel.) se desprendía de la cocina. Pero no pudo ir más
lejos: estaba tan mal vestido que lo echaron sin miramientos. Furioso, corrió hasta
su casa, se puso su mejor abrigo y regreso a la fiesta. Esta vez, lo acogieron, lo instalaron cómodamente y
pusieron comida y bebida frente a él. Nasredín tomó entonces cuscús, salsa y
vino, y comenzó a verterlos sobre su abrigo. Y decía: “¡Come, abrigo mío! ¡Bebe,
abrigo mío!”
-¿Qué haces, infeliz? ¿Te has vuelto loco?
-No, amigo –le respondió Nasredín-. En realidad, el
invitado no soy yo; el invitado es mi abrigo.
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